REVISTA DE POR ACÁ

Con el objetivo de mostrar la cultura regional en todos sus aspectos, apareció en su segunda época en 2007, en formato electrónico.

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sábado, 10 de enero de 2009

Pinturas rupestres del Cañón de Sta. Teresa



Sierra de San Francisco, Baja California Sur (México)

A la memoria de Eusebio Hernández Chebo, quien enseñó a muchos ese maravilloso deporte del montañismo y amar a la naturaleza.


Javier Cruz Díaz Castorena (texto y fotos)*

En diciembre de 1993 la UNESCO designó a las pinturas rupestres de la Sierra de San Francisco en Baja California Sur, México, Patrimonio Cultural de la Humanidad, y desde ese momento el lugar entró en muchas de las agendas de los amantes de visitar zonas arqueológicas. Tiempo después emprendí el viaje a este lugar con José Hernández y Salvador Rodiles.

El principal atractivo es disfrutar de un hallazgo arqueológico diferente, ya que al hablar de zonas arqueológicas mexicanas, se identifican y vienen a la mente imágenes de pirámides que se encuentran en zonas tan accesibles como el Templo Mayor en pleno centro de la Ciudad de México, de relativamente fácil acceso como Tehotihuacán en el Estado de México o Chichen Itzá en Yucatán, o de difícil acceso como Bonampak o Yaxchilán en Chiapas, ya que a ésta última sólo se puede llegar en avioneta o por el río Usumacinta, ya que se encuentra en la frontera con Guatemala.

Los vestigios rupestres en México se encuentran en varios lugares y a todo lo largo de su territorio, pero es en la Sierra de San Francisco donde se localizan los más bellos y espectaculares, ya que muchas de las pinturas tienen más de dos metros de alto, por esto es considerado como uno de los de grandes dimensiones de todo el mundo.

Los primeros reportes de las pinturas de esta zona datan del siglo XVII cuando llegaron los misioneros jesuitas, desde ese entonces hacen mención de la grandeza de las imágenes. Algunos de ellos relatan que, investigando entre la gente del lugar, evocan leyendas de seres de gran tamaño venidos del norte que pensaron fueron los autores de las pinturas, incluso añaden que encontraron huesos de hombres que calcularon llegaron a medir hasta cuatro metros de alto. Los análisis de pigmentos indican que las pinturas tienen una antiguedad de 4 mil años, y la fecha más reciente corresponde al siglo XVII, lo que es sorprendente ya que en ese periodo de tiempo no hay mucha variación en su estilo.

Los pobladores de estas zonas fueron los cochimíes que se organizaban en grupos de entre 50 y 200 miembros, dedicados a la caza, principalmente del venado, y a la recolección de frutos. Existían dos jefes que dirijían al grupo, uno de ellos era el anciano o cacique y un shamán o guama que organizaba los actos religiosos, algunas veces un solo individuo ejercía ambos cargos.

A principios de los 80's el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) inició los registros de las cuevas con pinturas, hecho que culminó en los 90's con la inclusión de estos estudios en los 14 proyectos especiales de arqueología del gobierno mexicano.Para ir a San Francisco se tiene que llegar a San Ignacio, pueblito que se encuentra entre Guerrero Negro y Santa Rosalía, poblaciones costeras opuestas del norte del Estado. En dos locales contiguos a la Misión se instaló el museo y oficinas del INAH, allí se encuentra el custodio Sergio Aguilar que registra a los visitantes de las pinturas, les pone al tanto del compromiso que adquieren y del equipo que tienen que llevar para ir a esa zona, y les entrega el reglamento de visita cuyos puntos sobresalientes son:

1. Clasifican a los visitantes en cuatro niveles:
  • Nivel I. Los que sólo visitan la Cueva del Ratón y lugares cercanos a San Francisco, excursión que se hace en un día. Las siguientes requieren varios días de duración.

  • Nivel II. Los que además van a lugares habilitados en el Cañón de Santa Teresa, Arroyo del Parral y en el área de Santa Martha.

  • Nivel III. Los que van más allá rumbo a San Gregorio, San Gregorito y el Batequí, entre otros.

  • Nivel IV. De interés estrictamente académico.

2. Todos los visitantes deberán acatar las disposiciones de la Ley Federal Sobre Monumentos y Zonas Arqueológicas, Artísticas e Históricas de México.

3. Las visitas deberán ser conducidas por un guía autorizado por el INAH.

4. La comida del guía la proporcionarán los visitantes.

5. Se prohibe bañar y hacer fogatas, hay que llevar estufas de gas tipo Colleman.

6. Sólo se permitirán un máximo de 25 personas acampando a la vez. En el campamento el Granadillo sólo 7.

7. Traer de regreso toda la basura que se genere, ya sea orgánica e inorgánica.

También nos dio el nombre de Enrique Arce, Coordinador en San Francisco de la Sierra, con quien nos teníamos que reportar.

Transladarse de San Ignacio a San Francisco tiene algunas dificultades ya que no existe transporte regular. Si se lleva vehículo propio tiene que ser una camioneta que pueda circular en camino de terraceria, lleno de rocas y muy accidentado. Si se contrata un vehículo particular puede resultar caro, y se tienen que buscar algunas alternativas en ranchos cercanos. A este respecto agradecemos las facilidades otorgadas por el Lic. José Francisco Hernández, Delegado de la zona del Vizcaíno, y al comandante y subcomandante de la policía municipal, asi como a Carlos, administrador del "Rancho El Silencio".

Ante todo ese formulismo y control reglamentado de acceso a las pinturas, de lo alejado del lugar, de las dificultades para llegar, de sortear todos los posibles contratiempos, de llevar todos los aditamentos para acampar, y sobre todo de enfrentarse a un clima extremoso que es famoso en Baja California, que puede ser de más de 40 grados centígrados en verano y llegar a temperaturas inferiores a los cero grados en invierno, sólo los amantes de la naturaleza y de la arqueología se aventuran a esta zona. El viaje bien vale la pena, en especial en invierno, ya que se puede aprovechar la temporada para observar a las espectaculares ballenas en la Laguna de San Ignacio.

En las dos horas del trayecto a San Francisco se encuentran barrancas muy hermosas. Nunca pensamos que su belleza resultaría opacada por las que encontraríamos más adelante. Al llegar nos dirigimos a la casa de Don Enrique, cuya gentil esposa nos ofreció la única bebida que quita el calor y la sed: café caliente.

Cerca de San Francisco se encuentra la Cueva del Ratón a la cual se puede ir caminando. Cuenta una historia que se llama así porque a un burro llamado "ratón" le gustaba irse a refrescar a la sombra de esa cueva.

Posteriormente Don Enrique, que es el que se encarga de avisar al guía que le toca turno, nos presentó a Don Refugio Arce Ojeda, uno de los mejores guías y que cuenta con animales propios para el trayecto. Al preguntarle cuál zona recomendaba para visitar, recomendó el Cañón de Santa Teresa. Puestos de acuerdo con sus honorarios, la cantidad de mulas y la renta de las mismas, cerramos el trato y esperamos la partida a la mañana siguiente.

"Cuando Enrique me dijo que me tocaba turno de llevar gente, no podía creerlo. Nadie viene en época de calor por estos lugares." Fue lo primero que nos comentó Don Refugio al iniciar el viaje, en el cual tuvimos que poner en práctica nuestros pocos conocimientos de montar en mula. Con su modo de hablar rápido, como lo hace la gente de esta tierra, que hasta a veces nos parecía que no terminaban de pronunciar algunas palabras, nos comentó nuevamente: "Han venido algunos que se van caminando hasta allá, porque no saben andar en mula, terminan cansadísimos pero contentos, sobre todo después de ver La Pintada, es la más chula de todas las cuevas. Yo siempre traigo mi mula." Nos dijo finalmente sonriendo.

La gente es muy sencilla y amigable, típica de la sierra, que les gusta que los visiten y que platiquen con ellos. Su actividad principal es el pastoreo de cabras, venta de las mismas y del sabrosísimo queso que elaboran. Aunque sus rebaños son diezmados por el puma. "Es muy cobarde, porque huye de nosotros, pero se lleva muchas chivas. Mucha gente solo viene a ver la Cueva del Ratón, para las otras cuevas somos más de treinta guías y tenemos que esperar nuestro turno, aunque los otros no tengan bestias se las prestamos, son viajes muy importantes para nosotros."

En el camino pasamos una barranca muy hermosa. Después de una hora y media llegamos al Cañón de Santa Teresa cuya panorámica se perdía en el horizonte.

Fueron dos horas de tránsito lento bajando el cañón, por veredas muy accidentadas y llenas de rocas, en algunos tramos muy peligrosas ya que se encontraban a la orilla del precipicio, sin posibilidad de tropezones, difíciles aún para las mulas pero que están acostumbradas a estas jornadas, en un camino que parecía interminable. De repente, al fondo, un manchón verde que contrastaba con el paisaje árido y lleno de distintas variedades de cactáceas. "Santa Teresa", nos dijo Don Refugio, ranchito donde viven dos familias que se dedican a cuidar sus huertas, y por el cual toma el nombre el cañón. Allí siembran hortalizas y además cuentan con árboles frutales como naranjo, limón, higo y durazno, aprovechan el agua que corre en el fondo de la barranca.

Un poco más adelante descansamos, se le quitó montura y freno a los animales para que pudieran tomar agua libremente. Entonces pudimos ver el paisaje detenidamente: el fondo de las barrancas estaba compuesto por piedras características de río, lo que hace suponer que en épocas remotas corría uno por allí, y que en la temporada de lluvias se llegan a formar grandes arroyos; charcas que formaba un arroyito que corría a lo largo de las barrancas, y que en algunos tramos se hacía imperceptible; palmeras que se erguían orgullosas a una altura de 12 a 15 metros, y que más adelante llegarían a ser tan abundantes, que daban una sensación de frescura en ese ambiente árido; las laderas de las barrancas llenas de distintas variedades de cactáceas; cuando la barranca se cortaba casi verticalmente, se podían admirar esas terrazas que se formaban y en las cuales se aferraban los arbustos y cactus; todo esto coronado por un cielo impresionantemente azul.

Al continuar el viaje tardamos una hora en llegar a La Pintada, pero en la ladera opuesta. Después de 45 minutos más por fin llegamos a la zona de campamento, cerca de la cual se forman algunas pocitas donde saciamos nuestra sed.

El calor era muy intenso, tan fuerte y desgastante que teníamos que tomar una siesta después de la comida, para reparar fuerzas y esperar a que disminuyera un poco la temperatura.

La primer cueva que visitamos fue La Pintada, muy hermosa en verdad, como después lo comprobaríamos "es la más chula de todas las cuevas", como dijo Don Refugio. Está situada a media hora caminando del campamento.

Es una oquedad que corre a lo largo de 70 metros por la falda de la barranca, y que, como todas las cuevas de esta zona, cuenta ya con andadores de madera que facilitan muchísimo ver y admirar las pinturas. Es una verdadera galería en cuyas paredes se pueden ver figuras humanas con los brazos extendidos con capuchas o penachos, venados, cervatillos, borregos cimarrón, liebres, coyotes, zopilotes, y figuras marinas como peces, tortugas, ballenas y delfines. Los colores predominantes son el rojo y el negro, los cuales utilizaban pintando las figuras de ambos colores por la mitad, ya sea vertical u horizontalmente, hay algunas que están pintadas de un solo color. También utilizaron el blanco y el amarillo pero en menor grado, ya sea como contorno de algunas figuras o para resaltar algo en otras. El tamaño es muy variado, pero llega a haber figuras de más de dos metros de alto, por esto es considerado un arte rupestre de los más grandes del mundo. Hay algunas figuras que no están terminadas, o que son un bosquejo o un contorno definido. Las figuras se yuxtaponen. En uno de los murales de esta cueva pareciera como si un grupo de hombres tuvieran acorralados a varios venados y borregos cimarrón. En otros las yuxtaposiciones llegan a tal grado que pareciera como si ninguna parte de la pared estuviera libre de pigmentos, y hay que fijarse muy bien en donde empiezan y donde terminan las figuras, en una mezcla de tamaños, variedades, orientaciones y disposiciones.

Al día siguiente visitamos cuatro cuevas más. La primera fue la Cueva de la Soledad. Se encuentra a una hora caminando desde el campamento bordeando la montaña donde se encuentra La Pintada hacia otra barranca, y cuyo acceso es un poco difícil, ya que hay que escalar algunas paredes de roca, algo no muy complicado. Don Refugio también la llama la Cueva de las Aguilas, porque en la pared de esta oquedad que mide aproximadamente 7 metros de alto por 12 de largo, se encuentran varias figuras de tamaño natural donde se pueden apreciar hombres, mujeres (ya que se distinguen sus senos en las axilas), venados de grandes cornamentas, cervatillos, y dos aves que parecen ser águilas, una pintada de rojo y otra de negro, cuyo plumaje está dibujado en forma uniforme y no en líneas como en las demás cuevas. Esta cueva también se caracteriza, porque en una pequeña oquedad inferior se encuentran pintadas algunas figuras no identificadas, rectangulares, alargadas, algunas de las cuales están cuadriculadas.

Después nos dirigimos a la Cueva de las Flechas, que se localiza enfrente de La Pintada. En las demás cuevas se ve que las lanzas o flechas solo atraviesan a venados, cervatillos o borregos cimarrón, como si los hubieran cazado y las pinturas fueran un festejo de estos acontecimientos, pero en esta cueva que mide como 25 metros, se encuentra un mural de grandes proporciones con un venado al fondo y cuatro figuras humanas con capuchas o penachos, dos de las cuales están atravesadas por flechas en la cabeza, el corazón, el estómago y las partes nobles, en una extraña combinación y por la cual toma el nombre la cueva. En el resto de la oquedad se distinguen algunas figuras, la más definida y mejor pintada es un hermoso borrego cimarrón.

Por la tarde visitamos la Cueva de los Músicos, que está a 45 minutos del campamento pero hacia el lado contrario de las otras cuevas. Es la más pequeña de todas, ya que en un área como de un metro cuadrado se distingue algo así como dos pentagramas pintados de blanco y una docena de pequeñas figuras pintadas en rojo y no muy definidas, pero que parecen hombres en posiciones tales como si estuvieran tocando instrumentos musicales, sin ser éstos visibles.

La última cueva visitada en este cañón fue la Cueva de la Boca de San Julio, que se encuentra a 30 minutos de la anterior pero por otra barranca. En ella se vuelve a admirar la grandeza de las pinturas, y es la única en donde no se distinguen figuras humanas, ya que en sus dimensiones que son de aproximadamente 10 metros de largo por 6 de alto, solo se ven pintados algunos venados, cervatillos, coyotes y liebres de tamaño natural, y varias figuras pequeñas de las mismas variedades.

A la mañana siguiente, al ir subiendo las veredas para dejar el cañón, nos invadió una extraña sensación, entre nostalgia y alegría, de haber permanecido dos días en un lugar tan singular: donde se comprende que el maravilloso paisaje fue la fuente de inspiración para la elaboración de esas hermosas pinturas; donde la mitología de los gigantes corre tan lentamente como esos arroyos; donde la naturaleza tiene pocos cambios, como esos 4 mil años de tradición pictórica; donde los amaneceres parecen interminables, cuando el sol ilumina las cimas de las montañas descubriendo poco a poco sus detalles, hasta llegar al fondo de las barrancas; donde el viento llega a platicar con las palmeras, y ellas le responden con un susurro de frescura; donde el equilibrio ecológico pende de un hilo, de ese hilillo de agua que corre imperceptible por algunos lugares y que le dá vida a todo ese ecosistema; donde las palomas que se oían, rompían el largo silencio con su canto melancólico; donde los pequeños pájaros que se dejaban ver alegraban la vista de ese paisaje desolado; donde las espinas de las biznagas crecen muy grandes, como si quisieran picarle al cielo para que les dé agua; donde el florecer de las cactáceas es tan espectacular, como todo el conjunto de detalles que conforman esas barrancas; donde cerca de la zona de campamento nos salieron a recibir una cantidad muy grande de ranitas, no mayores de 3 centímetros de largo, que nos observaban cada vez que tomabamos agua, como si ellas fueran las guardianes del lugar y a las que se tuviera que pedir permiso para estar allí, y que nos arrullaban con sus cantos al anochecer con una tonada que sonaba afirmativa; en esas noches tan claras, cálidas y llenas de estrellas; donde también las estrellas fugaces saludan a los viajeros que llegan a esos lugares.

*Hemerobiblioteca de Investigación Dr. José Joaquín Izquierdo
Facultad de Medicina
Universidad Nacional Autónoma de México.

Obtenido el 10 de enero de 2009 de: http://solotxt.brinkster.net/csn/28rupest.htm

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